17 May
Cine de Arte y Ensayo, y el rojerío


Cuando en los últimos años del franquismo la dictadura se relajaba, el rojerío universitario usábamos los cine-clubs para reunirnos, y convertir los coloquios en sesiones de refuerzo ideológico. Todo cine-club que se preciara tenía que proyectar alguna película prohibida, especialmente “El acorazado Potenkim”. El problema es que a las proyecciones se podía presentar alguien de la policía política, es decir, “un secreta” ampliamente conocido y reconocido. En el cine-club universitario de Soria, del cual era directivo allá por 1973, el plan era empezar a proyectar un ladrillo infumable, esperando que el espía se largara a los diez minutos, y entonces poner la obra maestra de Eisenstein. Afortunadamente no se presentó.


Las películas de Arte y Ensayo provocaban curiosas reacciones entre los que veíamos simbolismos  por todos lados, porque una película sin simbolismo no tenía mensaje, y entonces era alienante por definición. Descifrar los mensajes de ciertas películas, era más complicado que leer uno tríplemente codificado por la máquina Enigma, pero nosotros superábamos a Alan Turing en creatividad (para quienes no lo sepan, era el que dio con la clave de algoritmos para romper el código de seguridad de los nazis). 


Si la cámara se recreaba medio minuto en un caballo blanco pastando, el mensaje era que el pueblo todavía no estaba preparado para movilizarse, si en un documental no se entendía la entrevista porque alguien tuvo la brillante idea de hacerla en un restaurante, con la cubertería y los platos recogiéndose por los camareros, se interpretaba que el director quería mostrar un profundo respeto por los sonidos ambientales. Si el campesino se alegraba por la lluvia que salvaba la cosecha, lo que realmente estaba diciendo el director, es que se trataba de la revolución salvando al pueblo. “Solaris” empieza con una escena de un par de minutos del protagonista, observando el agua de un arroyo. Todos sabíamos que nadie lo entendía, pero todos coincidíamos en que quien no reconociera el arranque magistral de la película, todavía no se había liberado de los corsés academicistas que limitaban la creatividad audiovisual. 


Éramos tan expertos en leer entre líneas, que a veces leíamos lo que no estaba escrito. Lo que se llegó a decir de “El último tango en París”, ni les cuento. Para verla, tuvimos que ir en un Seat 600 hasta Perpignan. Por cierto, glorioso viaje a una ciudad tomada por españoles. Todos los cines proyectaban la película en castellano.


A estas alturas, ya puedo decir algunas cosas. Es cierto que vi maravillosas películas, como“El acorazado Potenkim”, “Dersu Urzalá, el cazador” (Akira Kurosawa) o “La caída de los dioses” (Luchino Visconti). Otras, como “El huevo de la serpiente” (Ingmar Bergman), las he entendido al paso de los años. En el otro platillo de la balanza, también padecí espectaculares ladrillos, cine lento y pedante, al que no nos atrevíamos a cuestionar para no revelar nuestros residuos pequeño burgueses, y nuestra colonización cultural a manos del imperialismo yankee. En los coloquios no había ningún niño que gritara “el rey está desnudo”, para que no viéramos lo que no había. 


Enrique Barrera Beitia

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