Nada mejor que una guerra para que avance la ciencia médica. Además de armas para matar, son necesarias herramientas curativas para que los heridos se recuperen y puedan seguir matando, por no decir lo feo que queda que te dejen tirado si has sido herido.
Así que en la Segunda Guerra Mundial les daban a los soldados uno saquitos como los del azúcar, para espolvorear sulfamidas en las heridas y bloquear las bacterias. Por su parte, los sanitarios yankees usaban el plasma sanguíneo en las transfusiones, porque no se deterioraba con los días. Pero además, había que inventar, y en este terreno, los alemanes se llevaron la palma; es el caso del Aludrín, un broncodilatador para combatir el asma de sus tropas en el frente ruso, o la cafeína sintética (no podían importar café natural), o el Kampföl (¿aceite de combate?), una super-morfina que alivia el dolor, y así varios inventos más.
Muchos llegaron a creer que podía haber algo de verdad en todo eso de que los alemanes eran una raza superior, porque sus soldados eran capaces de estar tres días seguidos sin dormir, marchando y peleando como posesos, sin dejar de cantar Érika (“en el páramo crece una dulce flor que es Érika (…) una delicada fragancia emana de su vestidito rosa de flores (…) es tan dulce que la miel de cien mil abejas parece amarga a su lado...”). Ya me dirán ustedes; una manada destruyendo y matando por doquier mientras cantaban semejante cursilada, por no decir otra cosa políticamente incorrecta. Lo que se supo al cabo del tiempo, es que les daban Pervirtin, la primera metanfetamina (creo que es lo que debió tomar Sergio Ramos en la final de la Champions contra el Liverpool).
El pervirtin era casi un chuche de guardería comparado con el Eukodal, otro invento farmacéutico nazi, un analgésico extraído del opio sintético que producía una euforia más potente que la heroína. Hitler era adicto a esta droga, lo que da munición a ciertos revisionistas históricos que la consideran un atenuante de su aberrante conducta. El problema de estos planteamientos falaces, es que sean creíbles si tienen un punto de razón. Imaginense a Hitler recibiendo los informes del frente ruso en 1944. Les están dando una buena paliza, el se deprime, piensa en quitarse de en medio, y cuando abre el cajón donde está la cápsula de cianuro, se fija en las cajitas de Pervirtin y de Eukodal; así que se toma una buena dosis, y sale eufórico, convoca urgentemente al Oberkomando y ordena diez o veinte contraataques. Si detecta a algún general dubitativo, le pasa la cajita y salen todos marcando el paso de la oca.
Los soldados rusos no tomaban drogas, pero sí mucho vodka. Se supone que así las cosas, no debían apuntar bien, pero el caso es que terminaron haciendo un buen trabajo. Ya me imagino a un desconcertado Iván en la Puerta de Brandemburgo: “Vaya, lo último que recuerdo es que cogí una buena cogorza en Varsovia, y cuando me despierto de la resaca, estoy en Berlin”. Es más o menos lo que decía el informe presentado por Stalin en el Buró Político a mediados de mayo de 1945: “Parece que hemos conquistado media Europa en un descuido”.
Enrique Barrera Beitia
Posdata: si después de escribir esto, no me expulsan del Colegio Oficial de Historiadores, ya no sé qué más hacer.