09 Apr
Los romanos y las drogas




No era mala vida la de los romanos, salvo que fueras esclavo o un empedernido cristiano dispuesto a lo que fuera para te echaran a los leones. Era la primera sociedad que gozaba de tiempo libre, y las autoridades planificaban como entretener a las masas plebeyas con derecho a voto.

Nos imaginamos a los romanos borrachos en simpáticas orgías, pero el vino era objeto de un uso moderado, hasta el punto que lo mezclaban con agua. Lo que de verdad les molaba era fumar marihuana, y sobre todo beber opio mezclado con otras substancias. Más o menos, como sus enemigos los celtas, que tenían saunas y arrojaban granos de marihuana sobre las piedras enrojecidas al fuego, formando un humo con el que según los historiadores, “aullaban de placer”.

En Roma, la harina y el opio tenían precios intervenidos por el estado, y sabemos que era ocho veces más barato que el haschisch, que se vendía a precio libre. También sabemos que  había 793 tiendas que lo vendían, proporcionando el 15% de la recaudación fiscal. 

Este consumo no creó problemas de orden público o privado, y sus numerosos usuarios tampoco eran considerados marginados sociales. El emperador Marco Aurelio, siguiendo recomendaciones de su médico, el famoso Galeno, desayunaba entre otras cosas opio diluido en vino tibio, y sus antecesores (Nerva, Trajano, Adriano, Séptimo Severo y Caracalla) bebían “triacas”, cócteles cuya base era el opio. De hecho, el exitoso laúdano era otra triaca que mezclaba el opio, con vino blanco, azafrán, clavo y canela, siendo usado en muchos jarabes durante el siglo XIX.

Cuando la iglesia tuvo el poder suficiente, prohibió el consumo de estas substancias, y fomentó el del vino. Siglos más tarde, prohibió fumar, mascar tabaco, y esnifar rape durante la misa, no tanto por aquello de que Satanás echaba humo por la boca, sino porque algún que otro sacerdote terminó vomitando la Sagrada Forma sobre el altar tras esnifar, y porque la humareda en el interior del templo era la excusa que algunos argumentaban para no acudir a misa, y acongojarse con los apocalípticos sermones.


Enrique Barrera Beitia





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