En mi época teníamos que beber y fumar para demostrar que éramos hombres recios y viriles, y no me refiero a beber agua precisamente. En cuanto al tabaco, había que fumar con la izquierda, porque si fumabas con la derecha eras maricón (supongo que habría varias tesis doctorales sobre esto). Yo podía evadir las sospechas por no fumar, porque todos sabían que hacía atletismo. La contrapartida era una opinión desagradable bastante extendida en el pueblo sobre el estado mental del hijo del veterinario, que salía a correr por la carretera en pantalón corto cuando podía estar bebiendo Pacharán con sus amigos.
Por supuesto, de relaciones sexuales estábamos todos ampliamente servidos, faltaría más. Es cierto que había en esto una contradicción, porque si las chicas tenían que llegar puras y castas al matrimonio, ¿con quienes nos metíamos entonces en la cama? Es mejor que no les diga la respuesta que todos ustedes suponen, porque seguramente ni eso pasaba. Era todo pura fanfarronería, como la de Pirgopolinices, el soldado fanfarrón protagonista de “Miles gloriosus”, la conocida obra de Plauto. Nuestra miseria material empezó a desaparecer en los años sesenta, pero nuestra miseria moral tardó mucho más.
Y sin embargo, ya ven como ha cambiado España. La prohibición de no fumar en determinados espacios se respeta escrupulosamente, tal que fuéramos alemanes, pero lo mejor es que hemos sido pioneros legalizando el matrimonio homosexual. No está nada mal para un pueblo que supuestamente llevábamos la violencia a flor de piel, y que necesitábamos mano dura y vara larga para ser gobernados. Incluso hubo dirigentes del PP (partido que denunció ante el Constitucional la citada ley) que hicieron acto de presencia en el fiestorro del Orgullo Gay de Madrid, y la propia Cifuentes se puso a bailar en la Tribuna, con bastante brío por cierto.
Enrique Barrera Beitia