Leí el artículo de Victoria en esta sección del Rincón Literario, y retrocedí hasta junio de 1974 en la dehesa de Valonsadero. Ocurre que por esas fechas, se celebra un encierro desde este paraje hasta la plaza de toros de Soria, y a mí, que no me gusta la Fiesta Nacional, me pareció faltar al respeto a los sorianos si no participaba en esta tradición, porque uno quiere integrarse en la comunidad donde vive, aunque sea sólo durante el curso universitario.
Ocurrió que por una desgraciada concatenación de circunstancias, que no explicaré, de pronto me vi enfilado por un morlaco de 400 kilos, y claro, uno estaba en muy buena forma, pero un toro con sus cuatro patas es más rápido. Así que allí estaba corriendo como un poseso en busca de un refugio inexistente, oyendo la respiración del toro cada vez más cerca, y experimentando por primera y única vez en mi vida, la inquietante sensación de que realmente podía morir. Porque les aseguro que eso es lo que uno siente cuando un toro de lidia se te acerca cabreado. Cuando la cogida era inminente, amagué a la izquierda y me tiré a la derecha (es lo que dice mi hija que hago siempre), con las manos protegiéndome la arteria carótida.
Pongo por testigo a Snoopy, que el tiempo se ralentizó, porque el toro empezó a pasarme por encima..., pero no terminaba de pasar. Todo a cámara lenta. Primero pasaron las astas, luego la expresión de cabreo de sus ojos (“espérame, que ahora vuelvo”), después sus piernas delanteras, su vientre, sus testículos, sus piernas traseras, su rabo, y sobre todo su olor, ese olor a sudor que tienen los toros bravos cuando están cabreados. Un torero profesional, José Luís Palomar, me hizo el quite y el toro siguió su camino.
El suceso me hizo relativizar muchas cosas durante un tiempo, pero al final terminé mandándolo a la papelera de reciclaje, porque a fin de cuentas, los universitarios de aquellos años íbamos a proclamar la Tercera República, y ajustar cuentas con un señor muy bajito y bastante desagradable que decidió morirse al año siguiente.
Y así estaba cuando vi “La guerra de las Galaxias”. Ya saben la escena inicial: el crucero imperial persiguiendo a los buenos, un crucero interminable que pasa sobre nuestras cabezas... y no termina de pasar…, como el toro. En ese momento, el archivo se restauró.
Así que hasta cierto punto comprendo a Victoria, sin haber pasado por una situación como la suya. No me abrazó la muerte, pero la sentí y la olí. Sólo tenemos una vida y la podemos perder en cualquier momento, incluso demasiado pronto, cuando nos quedan por hacer muchas cosas. Comprendo la necesidad de valorar los pequeños detalles, de reír las tragedias que organizan los niños por tonterías, y de lamentar la costumbre que tenemos los adultos de rodearnos de certezas que nos apresan, porque es lo que creemos que sabemos lo que nos impide aprender a vivir la vida, que no es lo mismo que vivir.
Enrique Barrera Beitia