26 Apr
"A la puta calle"


No recuerdo el día exacto, pero fue a mediados de abril de 1977 en Zaragoza, y yo todavía militaba en el modesto PTE (Partido del Trabajo de España). Lo peor de la clandestinidad era la costumbre de reunirse en habitaciones cerradas, con todos fumando a mansalva. A mis protestas, respondían los camaradas que Churchill y Stalin fumaban y Hitler no (argumento de peso para un comunista).También protestaba por el retraso en empezar las reuniones:


         - ¿Queremos hacer una revolución y no somos capaces de empezar puntuales una puñetera reunión?

 

A esto, no sabían qué responder. Para resumir nuestra estrategia política, les diré que considerábamos absurdo mandar una carta al gobierno y al ejército, haciéndoles ver lo equivocado de su comportamiento y pidiéndoles que se rindieran. Otra cosa muy distinta era proclamar la Tercera República, detener a todos los almirantes, generales y coroneles, y juzgarlos en una versión española de los Juicios de Nuremberg. Después invitaríamos a Juan Carlos a abandonar el país, porque lo cortés no quita lo valiente y a diferencia de ingleses y franceses, los españoles nunca hemos matado a ningún rey. Finalmente, sentaríamos en los tribunales a la Falange, los  banqueros y los grandes empresarios.


Esto era mucho más razonable, porque teníamos un plan: una huelga gigantesca, apoyada por una sublevación de la mayor parte de los 400.000 soldados de reemplazo, dirigidos por comités de soldados demócratas. Como ven, muy sencillo y viable. 


En estas estábamos, cuando a Adolfo Suárez no se le ocurrió otra cosa que legalizar al PCE, y claro, nosotros no queríamos ser menos, por lo que salimos a pegar carteles... a plena luz del día. Por una puñetera circunstancia, me encontré delante de dos grises bastante nerviosos y en una forma física lamentable, que ya echaban mano a la pistola. Ya expliqué en otro artículo, que yo era muy rápido, pero seguramente no tanto como una bala. Así que mi camarada José Luis (que estudiaba Veterinaria y era de Jaca) y un servidor, nos encontramos en una habitación de la vieja comisaría del barrio de San José, adonde se subía por una estrecha escalera.


 Cumpliendo con el protocolo de clandestinidad, explicamos que habíamos visto a unas chicas muy guapas pegando unos carteles, y les ayudamos para que terminaran antes y tomar luego unas cañas. Para dar más credibilidad a nuestro relato, añadimos que no nos habíamos fijado en lo que ponían los carteles, y que para nosotros era una sorpresa haber sido detenidos. El administrativo tecleaba con cara de póker. Llamó al subcomisario, y éste, tras leer nuestra declaración, dijo:

 

         - Esto es del género tonto (hay que reconocer que tenía razón). Bueno, que decida el comisario.


Nos pasaron a otra habitación y entraron dos energúmenos. “Ahora es cuando nos inflan a hostias”, me dijo telepáticamente José Luis. Yo le recordé (también telepáticamente) el protocolo en estos casos: no hacerse el gallito, y al primer golpe caerse al suelo hecho un ovillo y protegerse la cara. Pero no pasó nada, y a la media hora llegó el comisario, joven y con buen humor.

 

         - ¿Qué tenemos aquí?-preguntó-.

 

         - Han firmado esto -y le dieron la declaración-.

 

Leyó, rompió el papel, lo tiró a la papelera, y medio cabreado recriminó  a los suyos:

 

         - Pero bueno, ¿no os habéis enterado que han legalizado al PCE, y que a estos los legalizarán en cuatro días?¿Queréis que pasen unos días en la cárcel y salgan convertidos en unos héroes?

 

Nos miró como quien mira a un incordio, y nos dijo:

 

         - ¡A la puta calle!

 

Lo soltó como Luis Varela en Cámara Café, la serie de Telecinco en la pasada década. José Luis y yo, no podíamos estar más de acuerdo, así que salimos con la mayor dignidad posible.


 La verdad es que hubiera venido muy bien a mi pedigrí revolucionario, una breve e inofensiva estancia en la cárcel, pero hubiera tenido problemas para acudir a los exámenes finales de carrera, y tal vez no me hubiera sido posible presentarme a las oposiciones, y ganar una plaza en propiedad. Así, que tengo que agradecer mi buena estrella, a que un comisario de los cuerpos represivos entrase de buen humor al trabajo. Ahora, me gustaría invitarle a un café y comentar ciertas cuestiones, pero no es nada fácil que la policía te dé la identidad y la dirección de un comisario jubilado.


Así que todas mis esperanzas están puestas en que él, o alguien de su familia, lea este artículo y se ponga en contacto. Es difícil, pero no tanto como que a un ciudadano de Castellón (sin ir más lejos), le toque siete veces la lotería.

 

Enrique Barrera Beitia

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