Los curas del colegio Santiago Apóstol de Bilbao nos preparaban para hacer la primera comunión, nos contaban unas historias con las que teníamos pesadillas. Recuerdo la de unos judíos perversos que se hicieron con una hostia consagrada, y comenzaron a acuchillarla con saña, de manera que empezó a salir sangre y se ahogaron en la habitación porque no pudieron abrir las puertas. Al parecer, obtuvieron la sagrada forma ofreciendo muchos chuches a un niño que iba a hacer la primera comunión. Por cierto, al niño le atropelló un tranvía o carromato (no recuerdo) y está quemándose en el infierno con los judíos por toda la eternidad. Mensaje captado: tragarse la hostia para evitar problemas.
También me contaron que un francés malísimo llamado Voltaire, de lo peor que ha poblado la faz de la tierra, pidió confesarse poco antes de morir, pero en castigo por todo el daño que sus escritos hicieron a la iglesia le negaron la confesión. Supongo que también estará acompañando a los anteriores judíos, y al niño de los chuches en las eternas hogueras del infierno.
Ya adolescente, entré en la biblioteca municipal del pueblo en que vivía (Tarazona de Aragón) y ví en un armario acristalado y cerrado con llave, El Tratado de la Tolerancia de Voltaire. Me explicó la bibliotecaria que el libro no estaba prohibido, pero para leerlo era necesario tener el permiso de un cura que me avalase. Lo obtuve sin problemas del párroco de San Francisco, un navarro que hablaba euskera, y que probablemente estuviera de media vuelta de muchas cosas. Escribió algo así como que “el joven Enrique Barrera Beitia asiste con regularidad a los oficios religiosos, y por su formación está en condiciones de leer El Tratado de La Tolerancia, etc, etc, etc”.
Leí el pequeño volumen y quedé literalmente cautivado por la forma y el fondo. Entre otras cosas se reía de los supuestos milagros, especialmente el de las vírgenes de Ginebra. Parece ser que unas mujeres de esta ciudad decidieron consagrarse a la oración, y llevaban nada más ni nada menos que cuarenta o cincuenta años sin tener relaciones sexuales. El emperador romano exigió a todos los habitantes del imperio que le adorasen como si fuera un Dios, y estas mujeres se negaron. En castigo, el emperador ordenó a los recios y viriles legionarios que las violaran, pero intervino la providencia y les retiró el apetito sexual salvando así a las mujeres. Estaba claro que el milagro hubiera sido que las hubieran violado.
La otra gran sorpresa en ese estado policial, en el que lo que no estaba prohibido era obligatorio, fue comprobar que El Capital de Karl Marx se podía comprar sin ningún problema, cosa que hice cuando estudiaba 4º curso de carrera en la Universidad de Zaragoza. En realidad, era inteligente no prohibirlo, porque se trataba de tres respetables volúmenes que espantaban al más osado. La dictadura suponía con razón, que era innecesario prohibir un mamotreto que muy poca gente tendría la paciencia de leerlo hasta el final. En cambio, estaban prohibidos los libros que resumían este tratado en apenas 100 páginas, como el que escribió Marta Harnecker. Haber sido capaz de leer y estudiar los tres volúmenes, me permitió mortificar a todos mis camaradas:
-“Un verdadero marxista-leninista tiene que leer a los clásicos directamente. Los resúmenes, por bien intencionados que sean, siempre provocan pérdida de rigor conceptual, enflaquecen los fundamentos materialistas de la dialéctica histórica, etc, etc, etc”.
Los camaradas se vengaban atufandome de humo de tabaco en las reuniones. Eran otros tiempos.
Por cierto. ¿Han caído en la cuenta de que en la Bíblia, Dios mató a millones de personas (diluvio universal, plagas de Egipto, etc) y el Demonio no mató a nadie. ¿No nos estaremos equivocando? A ver si termina siendo verdad eso de que las chicas buenas (y las mujeres de Ginebra) van al cielo, y las malas a todas partes.
Enrique Barrera Beitia