Los historiadores nos damos aire de gente seria, y por eso no somos muy dados a comentar “historias de alcoba”. Pero como no dejan de tener su gracia, veamos una pequeña muestra de nuestros reyes y reinas.
Enrique IV el Impotente, rey de Castilla desde 1454 hasta 1474. Uno de los primeros ejemplos de fecundación artificial. Tenía un tumor hipofisario que afectaba a la capacidad cerebral para generar hormonas, pero no era necesariamente impotente ni estéril. Los médicos de Al Ándalus fabricaron una cánula (caña) de oro que introdujeron en la vulva de la Reina con el real semen. Ello permitió fecundarla y, de este experimento, nació Juana. Por razones políticas, el bando de Isabel la Católica (que sería muy santa pero tenía una lengua viperina) hizo circular la idea de que era hija de Beltrán de la Cueva.
Fernando el Católico, viudo y con 53 años, se casó en segundas nupcias con la francesa Germana de Foix, de 18 añitos, pizpireta y fogosa como ella sola. La ingesta masiva de testículos de toro no cumplia las expectativas y se recurrió al potaje de cantárida, un insecto que segrega un alcaloide vasodilatador que provocaba erecciones, pero también diversos envenenamientos de los que el aragonés terminó muriendo en 1516. No recomiendo en absoluto a los lectores de Disfruta Ferrolterra que recuperen la vieja receta: es más seguro comprar la Viagra. Si hubiera tenido un hijo, Aragón se habría unido a Francia, y Castilla seguramente a Portugal. De las posteriores relaciones sexuales mantenidas entre su nieto (el futuro emperador Carlos) y su apenada viuda, mejor no hablamos.
María Luisa de Parma, mujer de Carlos IV. Tuvo trece partos. Se le atribuye un romance con Manuel Godoy, que a su vez cazaba y jugaba al ajedrez con su marido el rey. Twngo mis dudas al respecto, pero poco antes de morir en 1819, hizo una inquietante confesión a su confesor Fray Juan de Almaráz con el encargo de hacerla pública tras su muerte: “que ninguno de sus hijos e hijas, era del legítimo matrimonio con Carlos IV, y que así lo declaraba para descanso de su alma y que el Señor le perdonase”. Esto no tomó por sorpresa a Fernando VII, que por si acaso mandó encerrar de por vida en el castillo de Peñíscola al imprudente confesor.
Fernando VII el Deseado (1784-1833), seguramente el rey más nefasto y desagradable. Padecía macrosomía genital, es decir, un pene deforme y de descomunal tamaño. Como no constaba que tuviera erecciones, se le sometió de adolescente a “un tratamiento intensivo de masajes, y al cabo de varias horas se observó una erección” (Pedro Sainz de Baranda). A partir de ahí se convirtió en un fauno. En su noche de bodas con Amalia de Sajonia le provocó tal “shock” que ya no se recuperó hasta su muerte. Casado con su sobrina María Cristina, y ante los problemas para conseguir una adecuada “penetración” que no pusiera en riesgo la integridad de la reina, se confeccionó un cojín con un orificio en medio. Tecnología sencilla pero eficiente, como el botijo.
Isabel II (1830-1904) era la hija de Fernando VII. El gobierno no tuvo mejor ocurrencia que casarla con su primo Francisco de Asís, que además de homosexual y muy afeminado, sufría hipospadias, una deformación que impide la salida de la orina por el glande, haciéndolo desde el tronco del pene, por lo que tenía que orinar sentado. El pueblo de Madrid, siempre tan tolerante y comprensivo, le llamaba Paco Natillas, y le dedicó varios versos, de los que he seleccionado estos por su indiscutible valía artistica:
Gran problema en la Corte,
averiguar si el consorte,
cuando entra al escusado
mea de pie o mea sentado.
No es de extrañar que Isabel II se desahogara con varios amantes, entre ellos sus profesores particulares José Vicente Ventosa, Francisco Fontela y Salustiano Olózaga, los generales Serrano y O´Donnell, los cantantes José Mirall y Tirso Obregón, el compositor Emiliano Arrieta, el coronel Gándara, los aristócratas Roberto de Acuña y José de Murga, los capitanes José María Arana y José Ramón de la Puente, el ingeniero Enrique Puig Moltó, el funcionario Miguel Tenorio, y finalmente el ministro Carlos Marfiori, que resultó ser el padre del futuro rey Alfonso XII.
¿Cómo podemos estar tan seguros de esto último? Muy sencillo: se lo contó a su confesor, San Antonio María Claret y Clará, que a su vez se lo comunicó al Papa. El informe quedó archivado y trascendió, lo que dice mucho del secreto de confesión.
Es mejor que lo deje aquí. Si no me detienen, y siempre con el visto bueno de mis asesores jurídicos, puede que me anime a contar algunas cosas de su nieto, biznieto, y tataranieto.
Enrique Barrera Beitia